26.2.07

Los 21 Guerreros: Cuento 2

El 2º en caer, y ya quedan menos...

Por suerte para el Rey Koh, el guerrero más sanguinario de toda la zona este se encontraba de su lado. No corrían la misma suerte aquellos rivales que temblaban con sólo escuchar su nombre: Müdder "el carnicero". Se cuenta de él que, durante las batallas, los ojos se le vuelven rojos de la ira y que entona cánticos cada vez que se dispone a acabar con la vida de sus víctimas. Allá por donde pasaba sus botas de cuero negro, decorada con espuelas doradas, tintineaban de una forma que estremecía a aquel que las escuchaba. También se dice que jamás sintió dolor. Unos dicen que cayó maldito nada más nacer, otros que se debe a su gran destreza, que le ha protegido de los ataques. Sea como fuere, es por este motivo por el que disfruta matando sin piedad a todo aquel que se oponga a sus intereses, sintiéndose crecido al ver a los demás sufrir, sabiendo que a él nunca le pasará. Tal es su maldad que, al terminar la batalla se pasea por entre los cadáveres, desmembrando a los caídos con violentos espadazos.

Las batallas por las tierras de Valdher no fueron una excepción. Finalmente el general Arghem pudo cantar victoria por sus ejércitos, al servicio del Rey Koh. Aquella noche se rindió un ritual por las víctimas, que se siguió con la más absoluta solemnidad por todos los soldados. Müdder estaba allí, aunque no en espíritu. Aún estaba en el campo de batalla, rebanando cabezas, mutilando a cobardes... Cuando terminó el funeral, mientras los demás se apresuraban a iniciar un banquete triunfal, Müdder decidió salir hacia el campo de batalla, aún sembrado de cadáveres, como siempre solía hacer. Aquello le reconfortaba más que cualquier manjar o que cualquier dama: primero pasear, mirar los ojos ya sin vida que aún reflejaban el horror de haberse cruzado con su espada. La impaciencia le corroía y debía proseguir con su ritual. De este modo sacó su espada, aún rojiza por la sangre, y con violencia separó una cabeza de su tronco, rodando varios metros. Podía sentir como un imparable frenesí se apoderaba de él, dando rienda suelta a sus más crueles instintos. Llegó incluso a tirarse al suelo, de rodillas, mientras seguía esgrimiendo su arma por entre los cuerpos, que volaban en pedazos. Desde ahí giraba bruscamente hacia un lado, hacia el otro, se daba la vuelta convulsivamente, e incluso saltaba por la excitación. Pudieron ser decenas e incluso centenas los brazos y piernas que había despedazado, pero ni él mismo podría asegurarlo. Cuando se cansó de aquel lugar se dispuso a ponerse de pie. Pero algo fallaba. Era como si sus piernas no les respondieran. Aún enajenado se dispuso a inspeccionarla por si había quedado atascada o sepultada bajo algún cuerpo. Pero detuvo su búsqueda: delante suya, a pocos metros, pudo distinguir una de sus propias botas, de espuelas doradas, calzadas aún en lo que descubrió que era una de sus piernas. Al no sentir dolor, y al estar totalmente cegado, no advirtió que se había rebanado la pierna. Müdder gritó como jamás lo había hecho, pero no por dolor, sino por desesperación, pues no podía aceptar la idea de vivir lisiado de esta forma. Mientras tanto la sangre brotaba a borbotones por la herida, atrayendo a los lobos de aquellos bosques, pero no a sus compañeros, que estaban demasiado distraídos con tan exquisitos festejos.

Müdder fue el segundo en caer, y cada vez quedaban menos...

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